Sunday, May 07, 2017

EL GRINGO LATINO

Emilio, un científico social de la Ciudad de México, oye un grito aterrador una noche. Su esposa piensa que todo es producto de la imaginación de Emilio. Unos días después el grito se repite agudizando problemas entre la pareja. Problemas aparejados a los que trae el cambio en el sistema político mexicano que se desmorona lentamente. Cuando se le presenta la oportunidad de trabajar en una universidad de los Estados Unidos, Emilio se siente optimista de ir a vivir en un país desarrollado. Pronto se encuentra que la situación en el país del norte no es muy diferente a la que quiere dejar. La vida del protagonista se complica cuando es investigado por la desaparición de un niño. La trama va más allá de un caso policiaco, Emilio encuentra que las complicadas relaciones entre México y los Estados Unidos, permeadas por tráfico de drogas, inmigración y corrupción, afectan su libertad y su vida. El Gringo Latino es una novela moderna en la que las lealtades entre individuos y sus países son cada día más difusas. Particularmente los profesionistas trasnacionales (egresados de centros de enseñanza internacionales) adquieren una cultura de globalización de las ideas y las lealtades que desafía el modelo tradicional nacionalista. Sin embargo, dichos personas siguen luchando por encontrar una identidad en un mundo de cambios virtuales que no ofrece substitutos a los lazos milenarios de los pueblos. 

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LA IDENTIDAD DE LOS MEXICANOS EN LOS EU

EL GRINGO LATINO



El nombre del niño era Franco pero nunca lo conocí. Supe de él por la señora Goldau, nuestra casera, quien vivía en la colonia Condesa mientras que el apartamento que le rentábamos estaba en una pequeña colonia de nombre Guadalupe. Según la señora Goldau ella tampoco llegó a conocer a Franco y sólo supo de él tiempo después de que yo me mude de ese lugar. El apartamento de la familia de Franco quedaba en la primer planta, a un lado del que Alma y yo ocupábamos. Para que se entienda mejor, voy a explicar que no vivíamos en un edificio de apartamentos sino en una casa vieja que el señor Goldau y su esposa habían adquirido hacía muchos años, cuando recién llegaron a México inmigrados de Hungría. La casa era pequeña pero la dividieron hábilmente en tres secciones; la planta baja y que originalmente albergaba la recámara principal, un baño, una sala comedor, una cocina y un cuarto pequeño. A su lado, pero separada por un patio de unos cinco metros, estaba otra recámara con baño, una cocina-comedor, y al frente una pequeña sala que era donde habitaba Franco.
Nuestra vivienda estaba situada arriba de la recamara principal y consistía básicamente de un amplio espacio que servía como sala comedor. A un lado quedaba la cocina. En la parte de atrás estaba la recámara con un baño. El piso, alfombrado de pared a pared con un tapete irrefutablemente anaranjado, personalizaba la vivienda. Curiosamente al lado de la pieza que mi mujer y yo compartíamos, había un pequeño cuarto de unos dos metros de ancho por tres de largo y que se suponía que iba a ser un cuarto para una sirvienta pero al que nunca le construyeron una puerta. La única manera de pasar a ese cuarto era a través de la ventana de la cocina.  El señor Goldau nos dio una breve explicación de tal error. Según él, cuando habían comenzado a construir la planta alta para rentarla, el albañil comenzó la obra por la parte del cuarto de servicio. Para ahorrar dinero, en ese tiempo era muy común contratar a los trabajadores y no desperdiciar recursos en un arquitecto o ingeniero y así lo hicieron los húngaros. Resulta que después de unos días, el albañil se desapareció con el dinero que le habían adelantado por lo que los Goldau procedieron a contratar a otro albañil. Este siguió la construcción por el frente y cuando llego a la parte de atrás simplemente puso una ventana  dejando el cuarto de servicio aislado. Para nosotros eso no fue problema, ese cuarto estaba perfecto para que yo pusiera una mesa, mis libros, un radio y se convirtió en mi cuarto de estudio. Las paredes de nuestro apartamento consistían de grandes ventanas que iban del piso al techo y que dejaban pasar la luz con gran gusto pero que igualmente dejaban colarse los ruidos de la calle… y los quejidos de Franco.  
A pesar de estar situados a solo cuatro cuadras de la congestionada calle de Insurgentes, la colonia Guadalupe era un remanso de paz. Originalmente había sido un pequeño pueblo pero a mediados del siglo XX había sido engullido por la caótica Ciudad de México. En la época en que vivimos ahí, la colonia Guadalupe era muy pacifica. No había vías principales que la atravesaran, ni oficinas o comercios grandes así que solo las gentes que la habitábamos solíamos entrar a ella. Las casas eran modestas de dos o tres recamaras, la única excepción era la casa que quedaba enfrente de nuestro apartamento y que a pesar de tener solo dos niveles daba la impresión de ser mas grande dado que los pisos eran  muy altos, como de museo.  Esa casa era habitada por un militar retirado, el general Miguel Hernández. Dicho general había sido regente de la Ciudad de México hacia ya muchos años. El general Hernández era venerado por los habitantes antiguos de la colonia ya que él introdujo el agua potable, la electricidad y el alumbrado público a la colonia cuando fue regente de la ciudad. Otra característica que enorgullecía a los habitantes de la colonia era que a pesar de que el militar había pasado por la administración pública de México en varios puestos de relativa importancia, este no se enriqueció al estilo de la mayoría de los políticos mexicanos.
Yo me enteraba de la historia de la colonia y de la de algunos de sus habitantes como uno se entera de la vida de los vecinos en las pequeñas comunidades: porque no me quedaba otra opción. Si iba a la panadería invariablemente escuchaba la plática de señoras que comentaban los últimos chismes del rumbo; la tienda en donde comprábamos leche, azúcar y refrescos era otro salón de información virtual del barrio. Yo trataba de mantenerme al margen de esas pláticas pero de vez en cuando no podía evadir a algunas señoras que eran especialmente agresivas en su tarea informativa. Me paraban a la entrada de mi apartamento para preguntarme como me había ido, si mi esposa ya estaba embarazada, si había oído decir que los Pérez de la esquina se andaban divorciando, y cualquier otra pizca de información que pudiera ser de interés para la comunidad Guadalupana. Por ejemplo un día, esperando por las tortillas escuche a la anciana Matilde hablando con otra mujer aun más vieja que ella:
- Te digo que Don Miguel es un santo.
- Bueno, tanto como santo no. Dicen que es ateo y los ateos no pueden ser santos, lo prohibió el Santo Papa.
- Aunque sea ateo se debe ir al cielo porque él ha ayudado a muchísima gente  ¿Te acuerdas cuando Rosita murió de coraje porque el bueno para nada de su esposo llegó borracho y con una mujer de la mala vida a su casa y quería que Rosita les dejara la cama para hacer sus cochinadas?  Si mal no recuerdo, Don Miguel se encargó de los gastos del funeral porque Rogelio se había gastado todo el dinero en alcohol y mujeres de mala reputación.
- No, pues sí me acuerdo. Y yo sé de buena fuente que cuando Don Fausto perdió su trabajo y le iban a embargar su casa, Don Miguel le ayudó con su deuda y le consiguió trabajo en el Departamento de Limpia para que su familia no se quedara en la calle. Y qué me dices de la Flor, ¿No se fue embarazando de un hombre casado? Chiquilla canija, quien sabe a donde habría ido a parar si no es porque el Don Miguel le pagó el parto y la ayudo para poner al chamaco en adopción.
- No, po’s de que Don Miguel es bueno, no cabe duda y aunque sea ateo, dios le tiene que tomar en cuenta sus buenas obras. 
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